La Colección del Centro abarca las etapas principales que atravesó, durante casi medio siglo, la obra de Guerrero, desde sus primeras composiciones en el marco de la figuración renovada de mediados de los cuarenta hasta sus últimas obras de plenitud a finales de los ochenta.

Este verano el Centro José Guerrero exhibe en sus salas exclusivamente obras de su propia colección. Comprometido con el arte contemporáneo más experimental, su programación de exposiciones temporales permite mostrar en Granada el trabajo de artistas que forman parte del canon de la historia del arte contemporáneo, como Luis Gordillo, así como de artistas en activo de disciplinas diversas, como la reciente exposición de Chelo Matesanz; y en ocasiones, propuestas novedosas en las que hemos sido pioneros, como Viñetas desbordadas, con Max y Sergio García. Pero la obra de Guerrero siempre es el eje que vertebra esa programación, y cada año, además de las frecuentes muestras dedicadas a su figura, al menos una de ellas se dedica a exhibir una selección de piezas de la Colección del Centro. En esta ocasión, la selección representa en una treintena de obras su recorrido artístico a lo largo de varias décadas, en la que se incluyen óleos, obra sobre papel y frescos portátiles.

 

JOSÉ GUERRERO (Granada, 1914 – Barcelona, 1991) inició su carrera artística en el contexto de la Joven Escuela Madrileña, de mediados de los cuarenta, dentro de una figuración renovada que se remitía a la cultura de preguerra. El maestro que más le había marcado en Escuela Superior de Bellas Artes de San Fernando, Vázquez Díaz, la había conocido en persona y supo encaminarlo hacia a sus fuentes. También le impulsó en ese camino el hispanista Maurice Legendre, que resultó ser un gran protector para él. Precisamente a instancias suyas pasó unos días pintando en La Alberca toda una serie de obras en 1946 de la que forma parte la primera tela de la Colección del Centro: La aparición, acompañada por otra del mismo año sin título recién depositada.

La Aparición, 1946.

Al poco de acabar la carrera, Guerrero obtuvo una beca del Gobierno francés para estudiar la pintura al fresco y marchó a París, donde conoció de primera mano las vanguardias artísticas y acusó los influjos de Matisse por su uso del color y de la libertad formal de Picasso. De París viajó a otras ciudades europeas en busca de la modernidad. Residió en la Academia de España en Roma, donde pintó la Panorámica de Roma que preside la planta baja, y conoció a la periodista norteamericana Roxane Whittier Pollock, con quien se casó en 1949. Ese mismo año se marcharon a los Estados Unidos; vivieron primero en Filadelfia, ciudad natal de Roxane, y en 1950 se instalaron en Nueva York. Guerrero, que ya tenía treinta y seis años, pintó el que sería su último cuadro propiamente figurativo: su Autorretrato.

 

La nueva escena artística provocó en él una gran sacudida: se trataba de una escala distinta a la que había conocido en Europa, otros códigos, otro ritmo… Se inició entonces en la práctica del grabado, además de continuar sus estudios sobre la integración de la pintura en la arquitectura, investigando con nuevos materiales y creando lo que denominaba «frescos portátiles», de los que presentamos varios. Fue una fase experimental que le sirvió para depurar el lenguaje que había marcado su etapa europea y llegar a lo que se conoció

como «abstracción biomórfica», un tipo de abstracción con reminiscencias orgánicas y figurativas que había conocido una fuerte implantación en Nueva York, en el caso de Guerrero con raíces mironianas. Redujo las figuras a formas básicas como óvalos o medios arcos que flotaban sobre fondos casi monocromáticos, en composiciones que evocaban contenidos simbólicos que conectaron con la primera generación expresionista abstracta: Signos, Black Followers, Sombras, Ascendentes.

Black Followers, 1954

Tanto las obras al fresco como los óleos los presentó en 1954 en The Arts Club de Chicago, y a partir de entonces la obra de Guerrero pasó a formar parte de importantes colecciones privadas y museos atentos al auge de la Escuela de Nueva York. El influyente James Johnson Sweeney, que impulsó su carrera, adquirió varias de sus pinturas para el Museo Guggenheim. También lo sumaron a sus fondos, entre otros, el Museo Whitney de Arte Americano, el Instituto Carnegie de Pittsburgh o el Museo de Bellas Artes de Houston. En 1958, cuando había logrado por fin el reconocimiento artístico, su vida interior se colapsó. Inició entonces un psicoanálisis que, además de ayudarle a superar su angustia, le dotó con una gran capacidad de análisis que, en lo sucesivo, aplicó al juicio de su propia obra, permitiéndole desarrollar con gran lucidez su sentimiento plástico. Por esas fechas ya había comenzado a incorporar trazos más gestuales en sus lienzos, en los que también había aparecido un dripping muy contenido. Sus composiciones revelan una intensa actividad emocional frente al lienzo, y surgían de la acción de un modo más cercano al de Kline o Motherwell que a la manera de Pollock o De Kooning: «Yo siempre he querido meter la energía dentro del cuadro. En ese sentido, mi pintura no es como la de los actions painters más genuinos, para los cuales la energía desborda los límites». Así lo muestra a lo largo de su recorrido, como puede verse desde Variaciones azules hasta Grey Sorcery.

Variaciones Azules, 1957

Acabado el psicoanálisis, hizo un viaje a España y a su vuelta a Nueva York algunos de los títulos de sus cuadros empezaron a remitir a su infancia y juventud granadinas, como el Albaicín que incluimos en la muestra. A medida que maduraba, recuperaba su inspiración en las imágenes de la lejana tierra natal. Este conjunto de trabajos coincidió con posteriores viajes a España en los años 1963 y 1964, que abrieron un nuevo camino en su obra, en la que se apreciaba un sosiego cada vez mayor, y donde aparecieron formas más contundentes dibujadas sobre fondos de color puro. El negro casi siempre está presente y las fronteras entre las masas de color son limpias y condensadas, según se aprecia en La Brecha de Víznar o Paisaje horizontal.

La Brecha de Víznar, 1966

Aunque en los años setenta desarrolló una serie muy influyente (las Fosforescencias) a partir un esquema compositivo que le ocupó durante una época, y que posteriormente le llevaría a inspiradas variaciones, hacia finales de la década y ya en los ochenta habían ido desapareciendo estos motivos para dar paso a enormes campos de color, tensados tan solo por líneas o acentos magistralmente dispuestos: Litoral, Oferta con rojo, Verde de sapén. La apoteosis del color se fue haciendo más intensa a medida que avanzaba el tiempo. Hacia mediados de los ochenta afrontó enormes formatos de clara e íntima inspiración paisajística, como proclama Cuenca, telas cada vez más despojadas que corresponden a los últimos años de su producción.

 

  • Fechas: Del 21 de julio al 10 de septiembre de 2023
  • Lugar: Centro José Guerrero
  • Organiza: Centro José Guerrero. Diputación de Granada