Diez años después de que viera la luz la primera edición del catálogo razonado de la obra original de José Guerrero, se presenta en 2017 el de su obra gráfica, indispensable para completar el conocimiento de la producción plástica del pintor. Se propone éste como una herramienta útil para todos los interesados en su trabajo, ya que compendia en un solo volumen la información básica de un corpus no tan abundante como el de otros artistas contemporáneos como Tàpies o Chillida, pero sí igual de rico, y hasta ahora disperso.
Coincidiendo con su publicación, la Calcografía Nacional muestra una cuidada selección de medio centenar de estampas que comprenden las distintas etapas de la trayectoria de Guerrero: un nutrido conjunto de grabados y monotipos realizados en el Atelier 17 de Nueva York en 1950; la mayoría de sus carpetas, esto es, Seis litografías(1967), Fosforencias (1971), El color en la poesía (1975), la suite editada por el Grupo Quince en 1979, Por el Color (1982), El Alba (1985) y la suite editada por BAT en 1990, así como alguna estampa suelta o procedente de carpetas colectivas.
Cantos de ida y vuelta
Guerrero tardó en practicar el grabado, pero, cuando lo hizo en 1950, se sirvió de él como del laboratorio que necesitaba para depurar unas formas que venían obsesionándole desde sus inicios como artista. Gracias a la experimentación que le permitió la técnica aprendida con Stanley William Hayter y a la asimilación por su medio de los nuevos códigos pictóricos, dio el paso definitivo a la abstracción.
En palabras de María Dolores Jiménez Blanco, “esta primera fase de su trabajo como grabador tiene la función, en el marco de la trayectoria de Guerrero, de absorber la realidad estética que le rodea e integrarse en ella: la explora ávidamente y sigue los caminos que le brinda tanto en términos formales como en términos de técnicas y de actitud estética. Guerrero se introduce, así, mediante el grabado, en el tejido de la producción americana más avanzada, y asume o utiliza también sus dispositivos de contacto con el público”.
Después, una vez conquistada su posición como integrante de la Escuela de Nueva York, hizo un paréntesis en su actividad grabadora. Y solo la reanudó, como apunta Jiménez-Blanco, en otro momento crítico de su carrera: “Hay que esperar casi hasta mediados de los sesenta, en conexión con su exposición en Rose Fried Gallery, pero también en conexión con la posibilidad de su retorno a España, para verlo sumergirse de nuevo en las técnicas de estampación”.
En esta ocasión sería él quien incidiera en el ambiente artístico y llevara el nuevo lenguaje a un entorno, el de la España de los sesenta, dispuesto a recibir su impulso vivificador y cosmopolita.
“Las estampas que produce Guerrero a partir de 1964, a cuatro tintas, siguen conteniendo el eco de la libertad cromática alentada por el Atelier 17 en Nueva York, pero a ella se suma la personalidad artística, ya consolidada, del propio pintor. Si en los grabados de 1950, poblados por las formas biomórficas entonces en boga allí, se registra la llegada de Guerrero a la abstracción neoyorquina, en los grabados realizados a partir de los sesenta en España se vuelca y se sintetiza la educación estética y emocional acumulada a través de toda su trayectoria. Menos gestuales y más construídos o sintéticos, con grandes superficies de color apenas tensadas por alguna franja dramáticamente discordante, aun dejan sentir el impacto cromático de Matisse o el sentido compositivo de Juan Gris que tanto le impresionaron en los años cuarenta, pero al mismo tiempo en ellas cobran protagonismo grandes manchas ovales que retienen el eco de la pintura del expresionismo abstracto neoyorquino –a menudo con el negro como protagonista, como ocurre en la serie de la Elegía a la República española realizada por su amigo Motherwell–. Y junto a todo ello se hacen ya plenamente visibles las resonancias de la terrible muerte de Lorca en Víznar, siempre evocada desde Nueva York y ahora de nuevo recordada a través de los ojos de poetas como Jorge Guillén”.
Imagen y poesía
Lorca iba a ser una presencia constante para Guerrero, y de ella pueden verse huellas también en su obra gráfica. Así, las estampas realizadas con Dimitri Papageorgiou en 1967 para la Galería Juana Mordó contaron con un texto de presentación de Jorge Guillén en el que señalaba el paralelismo entre ambos granadinos al hablar de Guerrero como Pintor en Nueva York; en El color en la poesía, de 1975, también apareció Lorca, y aún seguiría en el ánimo y la memoria de Guerrero incluso después de que, en torno a 1971, con sus Fosforescencias, probase a “negociar” con el pop, “es decir, con aquella nueva relación del arte con la realidad cotidiana y sus objetos que había osado desplazar al expresionismo abstracto de la hegemonía comercial y crítica neoyorquina”.
Lorca llegó a las ediciones de Guerrero de mano de Guillén. Con los dos, la pintura del granadino se acercó a la poesía.
Guerrero se quejaba de los efectos invasivos de lo literario, alertaba del peligro de que su lógica se inmiscuyera en la de la pintura llevando la confusión a un terreno que debía atender a su propia naturaleza, un terreno cuyas formas habían sido liberadas y sentía que debía proteger. Sin embargo, pese a resistirse a lo que sentía como “abusos” de lo literario, fue en cambio muy permeable a lo poético. Apreciaba la imagen, más que la escena. El rapto lírico, más que lo narrativo. La iluminación, no la ilustración.
No era una excepción. La poesía fue importante para la mayoría de sus amigos y maestros. Y las ediciones de obra gráfica, un vehículo perfecto para desarrollar la feliz conjunción de ambas disciplinas.
Jorge Guillén, con la exactitud que le caracterizaba, tuvo el acierto de hablar de fulgor a propósito del color de Guerrero, y a éste debió de complacerle. Pues una de las constantes de su obra, secreta mas no escondida, y desde muy temprano, tiene que ver con eso. Así puede verse en sus alusiones plásticas e iconográficas, desde La aparición (1946). Allí, por encima de la cruz puede verse una mancha roja como un pájaro de fuego, llamas flotando en el cielo como las que pintó el Greco. Esos mismos elementos se repiten en una variación del mismo tema fechado un año después. Y una década más tarde los reelaboraría en la serie que expuso en Betty Parsons, que incluía Sky Spirits, Sky Followers, Signs and Portents y… Fire and Apparitions (todas de 1956). Fuego y Apariciones, en el contexto de Signos, Prodigios, Espíritus celestes. Y si entonces el fulgor era el de la explosión (que resplandecería en toda su magnificencia durante la fase preponderantemente expresionista abstracta), a continuación se contendría para evocarlo solo en potencia pero de un modo sostenido: Fosforescencias.
Sea, pues, en el estallido, sea en la energía contenida, antes (anunciado en apariciones misteriosas) o después (desde las radiaciones de los límites), siempre el fulgor.
Guerrero tenía clara la importancia de la espiritualidad en el arte. Y Dore Ashton explicó bien la importancia del tema, del contenido, para aquellos pioneros que se afanaron por liberar las formas de las viejas herencias. Era “garantía de que el avance de la pintura en el que estaban empeñados aquellos maestros no concluiría en una especie de apoteosis de fino decorativismo moderno”. Por eso, todavía, mantenían los lazos con los primeros pioneros, empezando por Kandinsky. Y proclamaban orgullosos su verdadera hambre de trascendencia. No necesariamente metafísica. Pero sí poética.
Los años del entusiasmo
Además de para dar color a la poesía, Guerrero aprovechó su obra gráfica para comprometerse con distintas causas políticas. Y siempre “propone imágenes graves y rotundas sin renunciar por eso a los valores retinianos. Esa es la imagen que asociamos a Guerrero, entendida siempre como una descarga de gran fuerza cromática, pero al mismo tiempo con un fuerte deseo de reivindicar la posición del artista como individuo y su contribución moral a la sociedad –algo que, de hecho, es una de las reivindicaciones no solo de las vanguardias artísticas en general sino, sobre todo, del expresionismo abstracto americano en particular”. Lo apunta Jiménez-Blanco, y también esta interesante observación:
“La presencia de Guerrero en la España de la Transición no solo se materializó mediante importantes exposiciones, constantes entrevistas y una relación siempre fluida con los artistas que practicaban una nueva forma de entender la pintura tanto en Madrid como en Granada. También se visibilizó mediante las sucesivas carpetas de grabados que realiza entonces, obviamente de más amplia difusión y comercialización que sus pinturas. En aquellos años y mediante la difusión de aquellas estampas Guerrero llegó a asimilarse, en muchos sentidos, con la idea de un país nuevo, abierto a la modernidad y decidido a explorar otros mundos a medida que se alejaba de la dictadura. Quizá por eso tanto empresas como instituciones oficiales decidieron hacerlo suyo: en un gesto que quería poner de manifiesto el cambio, la internacionalidad, el fin de la anomalía de un país demasiado oscuro durante demasiado tiempo, adquirieron y expusieron en lugares públicos o de representación algunos de sus grabados, aportándoles una verdadera explosión de color. Se proponía asi un paralelo visual muy acorde con los cambios que se querían alcanzar en todos los aspectos de la vida española. No es casual, en ese sentido, que algunas de las estampas realizadas en torno a 1980 para el taller H&H, cuelguen aún actualmente en espacios donde se toman altas decisiones políticas. Los grabados de Guerrero se convirtieron así, en cierto modo, en la metáfora de un país que anhelaba, como anheló Guerrero toda su vida, estar con su tiempo”.
Francisco Baena, director del Centro José Guerrero