El artista inacabado. Aproximación a Nicolás de Lekuona

A pesar de los destacables acercamientos que se han dedicado al artista vasco Nicolás de Lekuona desde finales de los setenta, el catedrático de Estética y comisario Luis Puelles no conseguía evitar una imagen que le viene acompañando desde hace unos años. Consiste en verse como un arqueólogo, como si su tarea consistiese en saltar sobre el tiempo para excavar allí donde pudiera hallarse cuanto de Lekuona hubiera podido olvidarse o, quizá, desatenderse. Para abrir una zanja que nos abocara a unos años precisos: desde 1932 al primer semestre de 1937.

 

Es en ellos cuando Nicolás de Lekuona produjo, entre sus diecinueve y sus veinticuatro años, edad en que murió, un conjunto de obras cuyo rasgo más determinante es el de ser iniciales e iniciáticas. Esta propiedad mayor, la de ser obras en ciernes (en este caso, por ser obras de una vida también ella incipiente), otorga al «mundo en construcción» de su autor una singularidad primordial y radical. O, en todo caso, la que más habrá de considerarse en el intento de comprensión del legado de este artista de vida trágicamente breve que se ha propuesto Puelles. «El arte es la promesa de felicidad que se rompe.» Resulta difícil no evocar estas palabras de Adorno.

Tom Johnson. Música ilustrada

Música ilustrada se adentra en la relación entre imagen y música en la obra de Tom Johnson (Colorado, EUA, 1939), músico y compositor que ha investigado incansablemente para ensanchar los límites de las artes y abrir nuevos caminos.

Con una trayectoria de más de cinco décadas, es autor de una obra musical que desborda las fronteras de lo estrictamente sonoro para inmiscuirse en los territorios de lo visual, lo verbal y las matemáticas.

La muestra se organiza en tres ámbitos muy diferenciados que intentan dar cuenta del amplio universo de Johnson. La planta baja se centra en Imaginary Music (Música imaginaria, 1974) y Symmetries (Simetrías, 1981), dos series basadas en la imagen y en la capacidad de imaginar la música por parte del público.

La primera planta presenta Knock on Wood, una instalación fruto de la larga colaboración con el artista Martin Riches (Isla de Wight, Reino Unido, 1942), en la que los instrumentos mecánicos interpretan ritmos complejos que serían difíciles de tocar con precisión manualmente. La pieza, que conlleva una sincronización de gran precisión, tiene un sistema de control diseñado, construido y programado por el ingeniero Manfred Fox.

La segunda planta se centra en cuatro de las muchas series que ha realizado en las tres últimas décadas, todas ellas con una estrecha relación con cuestiones matemáticas y que permiten, en este caso, recorrer el trayecto desde la música y los números hasta la imagen. Finalmente, y como apéndice, en la planta tercera se plantea un diálogo entre la obra de José Guerrero y la música de Tom Johnson.

En esta exposición abordamos solamente una pequeña parte de la vasta obra de Johnson —la más vinculada a las artes plásticas—, pero, entre las distintas obras y series, se dibuja un arco temporal que abarca casi toda su extensa carrera. Aunque es más conocido como compositor, Tom Johnson es autor de una obra plástica excepcional que discurre en paralelo a su obra musical o, por decirlo de un modo más preciso, forma parte integral de ella. En un vértice en el que confluyen música, minimalismo, matemáticas, performance y artes plásticas, Tom Johnson ha ido construyendo un mundo propio que parte de planteamientos muy complejos para desplegarse con sencillez y serenidad.

La Colección del Centro

La Colección del Centro abarca las etapas principales que atravesó, durante casi medio siglo, la obra de Guerrero, desde sus primeras composiciones en el marco de la figuración renovada de mediados de los cuarenta hasta sus últimas obras de plenitud a finales de los ochenta.

Este verano el Centro José Guerrero exhibe en sus salas exclusivamente obras de su propia colección. Comprometido con el arte contemporáneo más experimental, su programación de exposiciones temporales permite mostrar en Granada el trabajo de artistas que forman parte del canon de la historia del arte contemporáneo, como Luis Gordillo, así como de artistas en activo de disciplinas diversas, como la reciente exposición de Chelo Matesanz; y en ocasiones, propuestas novedosas en las que hemos sido pioneros, como Viñetas desbordadas, con Max y Sergio García. Pero la obra de Guerrero siempre es el eje que vertebra esa programación, y cada año, además de las frecuentes muestras dedicadas a su figura, al menos una de ellas se dedica a exhibir una selección de piezas de la Colección del Centro. En esta ocasión, la selección representa en una treintena de obras su recorrido artístico a lo largo de varias décadas, en la que se incluyen óleos, obra sobre papel y frescos portátiles.

 

JOSÉ GUERRERO (Granada, 1914 – Barcelona, 1991) inició su carrera artística en el contexto de la Joven Escuela Madrileña, de mediados de los cuarenta, dentro de una figuración renovada que se remitía a la cultura de preguerra. El maestro que más le había marcado en Escuela Superior de Bellas Artes de San Fernando, Vázquez Díaz, la había conocido en persona y supo encaminarlo hacia a sus fuentes. También le impulsó en ese camino el hispanista Maurice Legendre, que resultó ser un gran protector para él. Precisamente a instancias suyas pasó unos días pintando en La Alberca toda una serie de obras en 1946 de la que forma parte la primera tela de la Colección del Centro: La aparición, acompañada por otra del mismo año sin título recién depositada.

La Aparición, 1946.

Al poco de acabar la carrera, Guerrero obtuvo una beca del Gobierno francés para estudiar la pintura al fresco y marchó a París, donde conoció de primera mano las vanguardias artísticas y acusó los influjos de Matisse por su uso del color y de la libertad formal de Picasso. De París viajó a otras ciudades europeas en busca de la modernidad. Residió en la Academia de España en Roma, donde pintó la Panorámica de Roma que preside la planta baja, y conoció a la periodista norteamericana Roxane Whittier Pollock, con quien se casó en 1949. Ese mismo año se marcharon a los Estados Unidos; vivieron primero en Filadelfia, ciudad natal de Roxane, y en 1950 se instalaron en Nueva York. Guerrero, que ya tenía treinta y seis años, pintó el que sería su último cuadro propiamente figurativo: su Autorretrato.

 

La nueva escena artística provocó en él una gran sacudida: se trataba de una escala distinta a la que había conocido en Europa, otros códigos, otro ritmo… Se inició entonces en la práctica del grabado, además de continuar sus estudios sobre la integración de la pintura en la arquitectura, investigando con nuevos materiales y creando lo que denominaba «frescos portátiles», de los que presentamos varios. Fue una fase experimental que le sirvió para depurar el lenguaje que había marcado su etapa europea y llegar a lo que se conoció

como «abstracción biomórfica», un tipo de abstracción con reminiscencias orgánicas y figurativas que había conocido una fuerte implantación en Nueva York, en el caso de Guerrero con raíces mironianas. Redujo las figuras a formas básicas como óvalos o medios arcos que flotaban sobre fondos casi monocromáticos, en composiciones que evocaban contenidos simbólicos que conectaron con la primera generación expresionista abstracta: Signos, Black Followers, Sombras, Ascendentes.

Black Followers, 1954

Tanto las obras al fresco como los óleos los presentó en 1954 en The Arts Club de Chicago, y a partir de entonces la obra de Guerrero pasó a formar parte de importantes colecciones privadas y museos atentos al auge de la Escuela de Nueva York. El influyente James Johnson Sweeney, que impulsó su carrera, adquirió varias de sus pinturas para el Museo Guggenheim. También lo sumaron a sus fondos, entre otros, el Museo Whitney de Arte Americano, el Instituto Carnegie de Pittsburgh o el Museo de Bellas Artes de Houston. En 1958, cuando había logrado por fin el reconocimiento artístico, su vida interior se colapsó. Inició entonces un psicoanálisis que, además de ayudarle a superar su angustia, le dotó con una gran capacidad de análisis que, en lo sucesivo, aplicó al juicio de su propia obra, permitiéndole desarrollar con gran lucidez su sentimiento plástico. Por esas fechas ya había comenzado a incorporar trazos más gestuales en sus lienzos, en los que también había aparecido un dripping muy contenido. Sus composiciones revelan una intensa actividad emocional frente al lienzo, y surgían de la acción de un modo más cercano al de Kline o Motherwell que a la manera de Pollock o De Kooning: «Yo siempre he querido meter la energía dentro del cuadro. En ese sentido, mi pintura no es como la de los actions painters más genuinos, para los cuales la energía desborda los límites». Así lo muestra a lo largo de su recorrido, como puede verse desde Variaciones azules hasta Grey Sorcery.

Variaciones Azules, 1957

Acabado el psicoanálisis, hizo un viaje a España y a su vuelta a Nueva York algunos de los títulos de sus cuadros empezaron a remitir a su infancia y juventud granadinas, como el Albaicín que incluimos en la muestra. A medida que maduraba, recuperaba su inspiración en las imágenes de la lejana tierra natal. Este conjunto de trabajos coincidió con posteriores viajes a España en los años 1963 y 1964, que abrieron un nuevo camino en su obra, en la que se apreciaba un sosiego cada vez mayor, y donde aparecieron formas más contundentes dibujadas sobre fondos de color puro. El negro casi siempre está presente y las fronteras entre las masas de color son limpias y condensadas, según se aprecia en La Brecha de Víznar o Paisaje horizontal.

La Brecha de Víznar, 1966

Aunque en los años setenta desarrolló una serie muy influyente (las Fosforescencias) a partir un esquema compositivo que le ocupó durante una época, y que posteriormente le llevaría a inspiradas variaciones, hacia finales de la década y ya en los ochenta habían ido desapareciendo estos motivos para dar paso a enormes campos de color, tensados tan solo por líneas o acentos magistralmente dispuestos: Litoral, Oferta con rojo, Verde de sapén. La apoteosis del color se fue haciendo más intensa a medida que avanzaba el tiempo. Hacia mediados de los ochenta afrontó enormes formatos de clara e íntima inspiración paisajística, como proclama Cuenca, telas cada vez más despojadas que corresponden a los últimos años de su producción.

 

OPS, El Roto, Rábago: Una microhistoria del mundo

A lo largo de una trayectoria que abarca medio siglo, en la obra de Andrés Rábago se pueden rastrear temas, motivos y símbolos que han persistido, con variaciones, en la producción de sus tres heterónimos, y que inciden en distintos aspectos de la realidad, plasmados de diferentes maneras.

La mirada dadaísta de OPS los recoge desde un punto de vista crítico y mordaz, que retrata el inconsciente de una época y un país ―los últimos años de la dictadura franquista― y pone en tela de juicio su herencia ideológica y consecuencias. Sus imágenes generalmente carecen de palabras, obedeciendo a un silencio impuesto por la censura.

Los dibujos de El Roto, de rasgos expresionistas en la línea de los artistas satíricos del periodo de entreguerras, como George Grosz, se aproximan en ocasiones a la poética beckettiana del absurdo a través de un deslumbrante y paradójico uso del lenguaje. Su enorme corpus de imágenes, que dio comienzo a mediados de los años 70 y se extiende hasta nuestros días, denuncia los continuos abusos de poder, subraya las taras ideológicas y cuestiona los postulados actuales del neocapitalismo y la sociedad digital.

El tercer heterónimo del autor es el pintor Rábago, que se sitúa en una zona próxima a lo espiritual y se ocupa de los aspectos que trascienden la mirada automática y superficial de lo que convencionalmente se denomina «realidad». Rábago pretende recuperar esa dimensión de lo humano y posibilitar una ventana (el cuadro) por la que pueda filtrase una luz a la vez física y simbólica. En sus lienzos percibimos una atmósfera de calma y sencillez que se deriva no tanto de lo que sus personajes hacen en silencio como de lo que el silencio hace con y en sus personajes.

Las obras seleccionadas por el escritor Óscar Curieses para esta exposición explora los vasos comunicantes de las tres vertientes plásticas a través de elementos constantes que reaparecen en su obra con distintas apariencias y formas: el bosque, los sombreros, los tránsitos, la familia, los pájaros, la vigilancia, la figura del doble, el poder, la guerra, la creación artística, las guerras, etc. Todo se repite, pero en otro nivel y con otro significado gracias al fenómeno intertextual y a las resonancias que despliegan unas imágenes sobre otras, unos bloques sobre otros.

«El pequeño museo más bello del mundo» Cuenca, 1966: una casa para el arte abstracto

El conjunto selecto de obras del Museo Arte Abstracto Español de Cuenca que se exhiben en la presente muestra, ocasión única para conocer su colección fuera de las salas donde se ha ido configurando, revela un complejo y fascinante momento de la historia cultural española. Con la creación del museo, Fernando Zóbel aportó una solución original a un acuciante dilema político y cultural en un país casi sin museos, ya que logró consolidar el trabajo de una generación de artistas, preparó el camino para las generaciones futuras, favoreció el interés de un público nuevo hacia este tipo de arte y ofreció recursos a estudiantes, investigadores, críticos y amantes del arte. Cuando el museo se inauguró en 1966, proporcionó la infraestructura necesaria para presentar en condiciones museográficas modernas el arte abstracto, lo que pronto tuvo un enorme eco internacional y suscitó elogios como el de Alfred H. Barr, que da título a esta exposición. Hoy, casi sesenta años después, la Fundación Juan March, titular del museo por donación de Zóbel en 1981, mantiene viva la iniciativa de su creador.

En el Centro José Guerrero las obras están distribuidas siguiendo un orden cronológico matizado en función de la coherencia plástica y conceptual de las piezas. La planta baja muestra el peso histórico del grupo El Paso por medio de algunos de sus protagonistas fundacionales, en cuyas obras se reconocen algunos de los rasgos programáticos del movimiento, como la reducción cromática y la factura expresionista. En la primera planta se despliega la continuidad de aquel impulso y su influencia en la exploración de la materia y los grafismos, además de dar paso al color. En la planta segunda, los protagonistas son los grandes planos, así como a las evocaciones atmosféricas y la deriva de estas preocupaciones en la siguiente generación. Y en la planta mirador se muestran los trabajos más geométricos, construidos y luminosos. Si el recorrido comienza con la dominancia del negro, concluye en blanco. Paralelamente, fuera de las salas principales con la obra de mayor formato, una línea de tiempo que recuerda los hitos principales de la historia del museo se ilustra con obra gráfica o de pequeño formato, fotos, carteles, publicaciones y diverso material documental.

HENRY WESSEL. Más allá del estilo documental

En las décadas de 1960 y 1970 la escena del arte se vio sacudida por una serie de prácticas, discursos y obras que cuestionarían las estructuras y marcos heredados. Las jóvenes generaciones de fotógrafos sintonizaron con las tendencias artísticas más radicales de la época; fue el caso de Henry Wessel (Teaneck, Nueva Jersey, 1942 – San Francisco, 2018), que supo trasponer al imaginario de la fotografía muchas de las conclusiones formales del arte contemporáneo. Practicaba un nuevo estilo, libre e informal, inspirado en otros artistas de la cámara como Walker Evans y Robert Frank. La exposición New Documents, considerada el manifiesto de la nueva fotografía documental, contribuyó a popularizar las escenas fugaces de la vida urbana, en las que debía reflejarse la huella del azar. En 1975 otra colectiva, en la que participó Henry Wessel, revolucionó el género paisajístico: New Topographics: Photographs of a Man-Altered Landscape, pues supuso la ruptura con la tradición paisajística dominante en el arte fotográfico al centrarse en vistas deshumanizadas de paisajes periurbanos y zonas industriales. Henry Wessel, sin embargo, no renunció por completo a la búsqueda de efectos visuales: prestaba mucha atención a las formas y concedía especial importancia a la luz. Aunque excluía cualquier enfoque conceptual  en su trabajo, en sus cuidadas composiciones se aprecia un alto grado de observación y de reflexión.

Esta exposición reúne fotografías de Henry Wessel desde finales de los sesenta a finales de los ochenta; se trata de la primera muestra individual que dedica un museo español al autor. Los comisarios, Nathalie Pariente y Jean-Christophe Blaser, han seleccionado un conjunto muy representativo de fotografías donde puede apreciarse no solo su contribución a la nueva forma que el estilo documental adquirió y consolidó en los años setenta, sino también otras líneas de fuga presentes en el trabajo de Wessel, como la relación con la escultura y la novela negra. Para mejor comprender su contexto histórico, el conjunto antológico se introduce con una cuidada muestra que incluye algunos de los nombres fundamentales para Wessel: el artista Ed Ruscha, sus compañeros en New Topographics Robert Adams, Bernd & Hilla Becher y Nicholas Nixon, el antecedente de Walker Evans y dos de los más importantes fotógrafos de la época: Diane Arbus y Lee Friedlander.

Esta muestra está acompañada por una publicación que contiene la reproducción de todas las obras presentadas en la exposición, así como sendos ensayos de los comisarios, que ahondan en la fotografía de Wessel al tiempo que la contextualizan con su entorno artístico y los movimientos culturales entre los que se desarrolló su trabajo.

La colección del centro

La Colección del Centro abarca las etapas principales que atravesó, durante casi medio siglo, la obra de Guerrero, desde sus primeras composiciones en el marco de la figuración renovada de mediados de los cuarenta hasta sus últimas obras de plenitud a finales de los ochenta. Se expone en esta oportunidad una selección que compendia sus momentos fuertes, siguiendo un recorrido cronológico que es también el relato de una vida, ordenado en capítulos compuestos por conjuntos claramente diferenciados.

En la planta baja se exponen obras de inicio dentro de la denominada abstracción biomórfica y su progresiva integración en la Escuela de Nueva York a lo largo de los años cincuenta y sesenta.

En la planta primera se evidencia el impacto del pop art a comienzos de los setenta, cuando Guerrero llega a un nuevo territorio en el que cada vez es más importante el orden, la arquitectura del cuadro, y construye sus formas a partir de la imagen de un objeto de uso cotidiano: los estuches de cerillas, en la etapa conocida como de las Fosforescencias.

En la planta segunda mostramos la deconstrucción de ese repertorio icónico, tan celebrado, conforme avanza la década, para dar paso a enormes campos de color tan solo tensados por alguna línea o sus característicos acentos gráficos, en los que los bordes y las fronteras entre una masa y otra cobran más y más importancia.

Culmina la muestra en la planta tercera con una suite compuesta a partir de La brecha de Víznar (1966) y La brecha III (1989), junto a Brecha, de Miguel Ángel Campano, obra que el pintor realizó para la exposición que tuvo lugar en el Centro en 2002 y que su hijo cede ahora en depósito como homenaje a quien aquél tuvo por maestro, más otras dos pinturas del autor pertenecientes a la Colección Diputación de Granada. El encuentro fortuito de una nota con una frase manuscrita de Guerrero: «Rojo de cadmio nunca muere» dio título a aquella muestra. Se cumplen ahora veinte años del viaje de Campano al barranco de Víznar, la brecha donde García Lorca fue asesinado junto a muchos otros durante la Guerra Civil; un viaje en pos de aquel proyecto que pondría en diálogo su obra con la de Guerrero.

Matías Costa. Solo

Matías Costa. SOLO

«A consecuencia de un hecho actual, otro anterior cobra importancia. Poner en conexión hechos separados en el tiempo. Hacer esos saltos temporales». Esta declaración, recogida en uno de sus cuadernos de campo, condensa la doble intención de Matías Costa en su trabajo y en esta exposición.

Costa se ha aproximado a comunidades que han sido proyectadas, como la esquirla de un proyectil, como la ganga escupida por la boca de la mina, lejos de los grandes proyectos en cuyo seno nacieron. ¿Busca Matías Costa identificarse con esos colectivos a los que visita en diversas campañas, sea por encargo, sea por interés personal? Su intención, declarada o inconsciente, es la de practicar la inadecuación como herramienta íntima y política. Por ello, trata de adivinar lo que esos seres humanos y lugares ajenos tienen de espejo. A lo largo de ese proceso, una paradójica pulsión de archivo y de destrucción le lleva a escribir en sus cuadernos, pegar, despegar, pintar, tachar para buscar aquello que reverbera, desde fenómenos aparentemente ajenos, en su propia vivencia del mundo. Así, Costa no es un artista del objeto, del medio, del material ni del concepto; es un artista del proceso. Y su vida un transcurso marcado por todos los títulos de la otredad (exiliado, refugiado, migrante, solo, huérfano de una u otra manera) que lo convierten en el habitante, más que de un lugar, de un tránsito. El de quien lleva consigo la deriva nómada de las generaciones que le preceden.

Esta exposición presenta así dos historias que se despliegan en paralelo. La que recorre el trabajo de Matías Costa a través de sus series fotográficas fijadas, desde el fotoperiodismo inicial a un trabajo más introspectivo; y la que, como un virus invasivo, señala un proceso de autoconocimiento, autorreflexión y autoficción destilado de la búsqueda de unas raíces líquidas y evanescentes. Estas se dibujan y desdibujan en la serie que funciona como núcleo y también como incómodo ocupante de la exposición, Cuaderno de campo, un trabajo de más de una década y aún en proceso. A modo de intrusos, estos restos del discurso extraídos de centenares de cuadernos se insertan en la sala, desafían cronologías, lugares y lógicas narrativas para desvelar la génesis y evolución de cada proyecto, la de una misma familia, la de la escritura como indagación y la de la fotografía como salida y curación. Brindan un contexto para lo que no se ve en la imagen, aportan un juego de simultaneidades y reflejos y sugieren de qué modo cada fotografía de Matías Costa nace solo de una proyección de anhelos, recuerdos y fantasías germinadas en un aislamiento fértil, en una cósmica soledad. Un proceso necesariamente individual, quintaesenciado en el verso de Pasolini: «Voy vagando de un lado a otro buscando hermanos que ya no están»

 

Series iniciales, 1998-2005

En esta primera sección se reúnen tres trabajos surgidos del marco de la primera actividad de Matías Costa en el ámbito de la fotografía documental. Costa decidió profundizar en algunos de los encargos que recibía como fotoperiodista; de manera significativa, en aquellos que tienen como motivo central el desarraigo y la orfandad, aspectos en los que resonaban ecos de su propia biografía. El país de los niños perdidos se centra en los huérfanos del genocidio cometido por el Gobierno ruandés contra su propio pueblo: centenares de menores marcados por el trauma pueblan unas imágenes que acentúan el interés de Costa por ese mundo sin padres que marca el ciclo histórico del fin de la Guerra Fría y recuerdan uno de los efectos más devastadores del escenario poscolonial. Esta comunidad a la deriva es paralela a la que se agita en Hijos del vertedero, serie protagonizada por la comunidad roma que, tras ser desalojada del lugar donde vivían con motivo de la especulación inmobiliaria que asoló España a partir de la década de 1990, pasó a habitar las colinas de basura compactada del mayor vertedero de Madrid, en Valdemingómez. Por último, Extraños es un proyecto de envergadura sobre los movimientos migratorios sur-norte, así como la dudosa gestión por parte de las instituciones europeas del que se convertirá en el gran cementerio de seres humanos provenientes de países meridionales. Las puertas de Europa se convierten en la mirada de Costa en el trágico umbral de un rito de tránsito ante el que se generan tanto las imágenes de lo inmediato, de la muerte literal y el sufrimiento en su terrible carnalidad, como escenas de una extraña poética intemporal: la de toda comunidad escindida por la experiencia de la migración forzada en cualquier momento de la historia.

 

Cuando todos seamos ricos, 2006

El arranque del trabajo en color de Matías Costa coincide con la mirada hacia el lugar que acaso representa de manera más palmaria el contradictorio mundo de las posideologías: la China que, tras las históricas reformas llevadas a cabo por Deng Xiaoping, despierta de manera desigual, apresurada y paradójica hacia un nuevo «gran salto adelante» marcado por la alienación, el ensueño del dinero y la promesa del consumo desenfrenado como forma radical y extraña de combinación del estado del bienestar con el socialismo real. En Cuando todos seamos ricos resuena la aseveración «enriquecerse es glorioso», pronunciada por Deng durante el célebre «viaje al sur», espaldarazo definitivo de una reformas económicas que suponían el ingreso del capital internacional en el territorio chino. Matías Costa se fija precisamente en los intersticios de esa supuesta gloria por el dinero, de esa promesa proverbial y bíblica de bonanza, acumulación y ostentación, las fisuras por donde asoman, en un Pekín diurno y frío o nocturno y secreto, las figuras del desencanto.

 

Cargo, 2008-2017

Cargo tiene que ver con la mirada extrañada a las piezas que no encajan, el movimiento torpe de un engranaje tan engastado en su propia historia y su óxido autogenerado que ha pasado a ser disfuncional. Costa se ocupa de la concentración de antiguos barcos soviéticos varados en el puerto de Las Palmas de Gran Canaria, que, con la disolución de la URSS en 1991, quedaron sumidos, junto a sus tripulaciones, en un limbo legal del que no han emergido décadas después. En Cargo emerge una nueva visión poética en la que los materiales desgastados, el mar y los rostros ajados y cuerpos de los tripulantes cobran un nuevo sentido de materialidad, de presencia, como si quisieran reivindicar que si bien no en el documento, en la proverbial burocracia soviética, siguen existiendo todavía, al menos en cuanto cuerpos literales que se alimentan, se relacionan, se muestran, desafiantes o derrotados. Un proyecto reciente de la Autoridad Portuaria de las Palmas prevé que esos barcos se conviertan en pecios programados para fungir de arrecifes artificiales, para germinar. Dejarán así de ser el miembro fantasma del espectro de un Imperio.

 

Zonians, 2011-2013

Como metáfora del desarraigo y de la marca del transcurso de la historia reciente sobre el territorio, Zonians se detiene ante un fenómeno poscolonial escasamente conocido: el de la comunidad de estadounidenses expatriados a Panamá para administrar el legendario canal que une dos océanos durante los cien años que duró la administración de la zona por parte de Estados Unidos. Ausentes ya los Zonians (nombre por el que se conoce a los integrantes de esa colonia), queda en el país la impronta de aquella experiencia en abandonadas infraestructuras, congelados en un instante como la imagen perdurable de la ruina de un proyecto faraónico o de una deflagración inesperada. En Zonians se cruzan antiépica y distopía, las nostalgias del expatriado, sus reivindicaciones desoídas y su celebración del paraíso perdido. Todo ello se conmemora en los encuentros que estos Zonians organizan anualmente en Florida, donde parecen asomarse a aquel Eldorado que marcó varias generaciones de familias con un sentido laxo, líquido, inestable de ciudadanía y pertenencia. Con ello Matías Costa marca dos tiempos señalados respectivamente uno por la ruina y el otro por la nostalgia y el simulacro. A esos tiempos une el suyo: allí, en la zona del canal, estuvo el centro donde el Departamento de Estado de Estados Unidos entrenaba a los grandes torturadores en la forja de su Imperio durante la segunda mitad del siglo XX, el laboratorio estadounidense de las dictaduras latinoamericanas. Panamá no era el único cuerpo que iba a ser abierto en canal.

 

The Family Project, 2008-actualidad

The Family Project es un relato intermitente cruzado por las escenas primordiales que marcan la biografía y ascendencia de Matías Costa. Es la condensación final de los procesos iniciados en sus cuadernos de campo: imágenes de lo aparentemente irrelevante, de todo aquello que, como en los sueños, se muestra aleatorio y, por esa misma naturaleza de azar objetivo, extremadamente significativo, para generar una fantasmagoría entre la ausencia y la presencia.

Los de The Family Project son los escenarios de una familia, pero bien podrían ser los de un crimen. Configuran así el libro de familia más incompleto y radical, el que dibuja la imposibilidad de retratarse por completo, la futilidad de la exploración insistente en las propias raíces y la necesidad de recurrir incluso a la ficción y la escenificación para trazar la compleja trama de relaciones de la que nace un individuo..

Estas imágenes, por su carácter sutilmente abstracto, sugestivo y ambivalente, dialogan en esta sala con una selección de ese otro inventario de regresos, pérdidas y duelos que es la obra de José Guerrero. En concreto, de pinturas surgidas de su proceso de psicoanálisis y de su retorno a España, quintaesenciados en un cuadro que cobra los tintes de una indagación obsesiva, La brecha de Víznar, del que Guerrero llegó a decir que «se murió porque lo trabajé demasiado y lo ahogué». Ese obstinado regreso a los orígenes, entre el rechazo y la fascinación, aúna la obra de dos creadores diversos pero unidos en un punto de sus vidas por la experiencia de la migración y por su consecuencia: una necesidad introspectiva que se traduce en una palpitante búsqueda plástica. Las fotografías y pinturas que pueblan esta sala parecen, con todo ello, estar marcadas por un vacío nuclear que recuerda al del poema de Lao Tsé:

Aunque treinta radios convergen en el centro de una rueda,
es su vacío central
el que hace avanzar el carro.
Se abren puertas y ventanas para construir una casa
y es el vacío
lo que permite habitarla.

Carlos Martín

FRED SANDBACK. Un espacio intermedio

El Centro José Guerrero abre de nuevo sus puertas, tras el cierre obligado por la situación sanitaria, para presentar en Granada la obra de Fred Sandback, artista de culto de uno de los movimientos artísticos más influyentes de la segunda mitad del siglo XX: el minimalismo. En el actual contexto del interés por la percepción, la virtualidad, el dibujo, los materiales blandos y vulgares del postminimalismo y el arte povera, la propuesta de Sandback fue auténticamente pionera.

Sobrepasado el medio siglo desde la irrupción del minimalismo como movimiento autoconsciente, la mayoría de sus protagonistas son bien conocidos del público español, que ha podido contemplar en nuestro territorio muchas de las obras paradigmáticas de la corriente central de esta tendencia artística y sus entornos. Sin embargo, sigue habiendo nombres fundamentales que aún se están descubriendo, como Fred Sandback, cuya obra, no obstante, forma parte de colecciones tan relevantes como la del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Aunque antes se habían mostrado algunos de sus trabajos dentro de exposiciones colectivas, en España solo se habían presentado hasta la fecha dos exposiciones dedicadas íntegramente a Sandback (galería Cayón, Madrid y Menorca).

Ahora es una cuidada selección de su obra la que viene para despedir un año extraño, lastrado por una pandemia que nadie había previsto, que ha sido el marco en que ha transcurrido el XX aniversario del Centro José Guerrero.

El material con el que trabaja Sandback son los hilos acrílicos de color, con los que traza líneas rectas en el espacio, acotándolo, dibujando sobre él. En Granada conocíamos algunas obras similares, como las de Soledad Sevilla, que se inspiró para algunas de sus instalaciones en los rayos de luz filtrados por las celosías de la Alhambra; Fred Sandback tuvo oportunidad de ver esos haces de luz nazaríes cuando visitó Granada en 1982. También la escena artística granadina estaba familiarizada con ese tipo de fidelidad de un creador a un soporte expresivo. Once años antes de que a Sandback se le revelaran las posibilidades de la cuerda elástica y el hilo acrílico para sus propósitos experimentales, en 1956 a Manuel Rivera se le había revelado la tela metálica. En ambos casos, se trataba de materiales de fabricación industrial que servían para muy diversos usos, pero entre los cuales los productores no habían previsto el artístico. Eran, en definitiva, materiales de trabajo. Y parte del carisma que los cautivó en ellos (como a Tàpies la arena, a Beuys el fieltro o a Hesse el caucho, aunque estos exploraran con una gama mayor de materiales) residía en esa falta de solemnidad, en su simplicidad y funcionalidad, y en la dignidad que traían aparejada.

Sandback, antes de su experiencia Eureka, había estado muy interesado por la música y los instrumentos musicales; llegó incluso a diseñar algunos de cuerda en su juventud, en la que también fabricó arcos largos ingleses. De modo que tenía una práctica, previa al arte, del trabajo con hilos, de su tensión y de sus vibraciones en el espacio. La música, las cuerdas y el aire libre estuvieron muy presentes a todo lo largo de su vida y fueron constantes fuentes de inspiración para su obra. También tuvo José Guerrero experiencia de trabajo manual antes de iniciar su carrera artística; no solo le gustaba trabajar con las manos, sino observar cómo lo hacían otros. Compartían pues, Guerrero y Sandback el aprecio por las formas que nacen de la gestualidad íntima, la acción del cuerpo y el cuidado de y con la materia.

Como se cuenta en el catálogo en el que quedará documentado este montaje de su obra en el Centro, a Sandback le gustaba la idea de invitarnos a pasear por los espacios que intervenía. En esta ocasión lo hace acompañado de Guerrero, con el que sostiene un diálogo respetuoso a propósito del color y su expansión, la vibración de la luz y «la tensión que tienen los espacios», como decía Guerrero, un diálogo al que animamos a participar a todos nuestros visitantes.

JORDI TEIXIDOR. Los límites de la pintura

EXPOSICIÓN JORDI TEIXIDOR. LOS LÍMITES DE LA PINTURA

Jordi Teixidor (Valencia, 1941) es, indudablemente, una de las figuras mayores de la abstracción española, determinante en el proceso de cambio que la pintura experimentó en la década de los años setenta del siglo pasado, y con un desarrollo personal de extrema coherencia que ha deparado algunas de las obras más sólidas e intensas de las décadas de los años ochenta y noventa, y conducido, a lo largo de las dos décadas del siglo XXI, a un presente tan vivo como estéticamente vigente.

 

La exposición que nos propone el comisario, Mariano Navarro, en colaboración directa con el artista, no es una muestra retrospectiva, sino la indagación en una serie de aspectos, físicos, temáticos y estructurales característicos y definitorios de su idea del arte y de la pintura.

 

Su título, Los Límites de la pintura, hace referencia directa a uno de los conceptos más queridos del pintor, el de límite, al que se refiere, en unas declaraciones recientes: “Yo llamo límite a un concepto de referencia sobre la idea, sobre el análisis y sobre los conceptos. El límite marca un antes y un después. A mí me puede interesar tanto lo que ha sido antes, la memoria, como el futuro, y en esa relación de memoria y de futuro, en el medio hay un límite. Los límites dan una referencia casi física, no solamente a la obra, sino a la mente”.

Una exposición producida con la colaboración del