La Colección del Centro

La Colección del Centro José Guerrero abarca toda la trayectoria del pintor y permite recorrer las diversas etapas de su obra desde 1946 hasta 1990. Atendiendo a su desarrollo, puede observarse que en la segunda mitad de los años cuarenta, cuando Guerrero conoció en Europa de primera mano el arte de los maestros vanguardistas, la atracción por el color que ya había manifestado en su época de formación en España eclosiona en una serie de telas en las que despliega todo el espectro cromático. Pero cuando llega a Nueva York en 1950 reduce la gama de la paleta para centrarse solo en dos o tres colores en cada trabajo y explorar su interacción a través de la gradación tonal y las distintas formas de aplicar la pintura: arrastrada en seco, diluida, pura, mezclada, empastada, contrastada en grandes masas, franjas, gestos o acentos puntuales. Probablemente la lección del Guernica, obra que contempló una y otra vez en el MoMA y que influyó tanto en la primera generación de expresionistas abstractos, su drástica reducción cromática, fue determinante. El propio Guerrero escribió: «Me impresionaba la rica variedad de las gamas intermedias de color. Blancos puros, blancos más apagados y blancos más luminosos, grises que eran casi rosas, grises fríos, y negros uniendo espacios y rompiendo límites». A partir de entonces, dio inicio a un modus operandi que ya nunca abandonó, y que le permitió profundizar en un conocimiento que hizo de él un maestro del color reconocido y reivindicado.

Hace dieciséis años presentamos en la sala Mirador una selección de las obras de la Colección que atendía al color como tema, y que dio pie a una convocatoria literaria titulada Sobre lo azul. En esta ocasión, persiguiendo un sentido lúdico que anime a nuestros visitantes a celebrar con nosotros el XX aniversario del Centro después del obligado periodo de clausura, retomamos aquel experimento para poner en sala gozosos diálogos entre momentos diferentes de la carrera del pintor a propósito de sus colores, para ver cómo riman con el tiempo y cómo vibran a través de la memoria. Cada sala se convierte en la historia condensada de un color tal y como lo fue diciendo Guerrero a lo largo de sus años, empezando por el amarillo estival y culminando con el negro.

Hay disponible una audioguía con un recorrido de la exposición.

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SOLOVKI

Un proyecto de Juan Manuel Castro Prieto y Rafael Trapiello comisariado por Alicia Ventura.

Solovki es como se conoce comúnmente en Rusia a las islas del archipiélago Solovetsky, en mitad del Mar Blanco. En la zona más protegida de la isla principal, a orillas de un puerto natural, se encuentra el complejo ortodoxo Monasterio Solovetsky, Patrimonio de la Humanidad. Pero Solovki, además, fue una prisión soviética, y no una cualquiera. Según  Aleksandr Solzhenitsyn, Solovki fue la madre del GULAG, el terrible sistema soviético penal de campos de trabajo. Activo desde 1924 hasta 1939, fue el campo que sirvió de modelo y base para todas las prisiones que vendrían después.

Hoy en día todo el mundo, habitantes, monjes, autoridades, tratan de enterrar este trágico pasado. Sin embargo los lugares tienen memoria, y esa memoria queda impresa en las vidas de las personas que los habitan. Está presente en sus vidas cotidianas, en sus casas, en sus costumbres, es imposible escapar de ella. El hecho de que Solovki sea una isla en mitad del Mar Blanco, llamado así por congelarse casi la mitad del año, acentúan en el inconsciente colectivo el recuerdo de la prisión. Tan solo un avión semanal, si las condiciones climatológicas lo permiten, conecta el pequeño archipiélago con el continente.

Juan Manuel Castro Prieto y Rafael Trapiello han querido explorar visualmente este territorio buscando la relación entre infierno y paraíso que lo define. Utilizando una estrategia narrativa más cercana a la poesía que al documental, en todas sus imágenes está presente la extraña tensión que existe entre la espiritualidad y belleza del entorno y el terrible pasado que soportan las islas sobre su espaldas.

José Guerrero: Pelegrinaje (1966-1969)

Esta muestra forma parte de la serie de exposiciones organizadas por el Centro que acotan un periodo determinado de la carrera del pintor, en cada una de las cuales se profundiza en el significado de una etapa y en su función dentro de la trayectoria artística de Guerrero. También está ligada a los proyectos que la Fundación Juan March pone en marcha para estudiar a los artistas que forman parte de su colección: el Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca y el Museu Fundación Juan March de Palma, que recibirán la exposición en junio y en octubre, respectivamente.

La exposición, que toma el título de uno de los óleos que se exhiben (Pelegrinaje, de 1969, que remite al poema lorquiano Los pelegrinitos, tanto como al propio peregrinar del artista entre dos continentes), aborda el estudio de los años del regreso temporal del pintor con su familia a España en 1966, casi veinte años después de que abandonara su país «persiguiendo la modernidad» y se estableciese en Nueva York. Dos hechos clave convencieron a Guerrero de la conveniencia de su vuelta: la apertura de la galería de Juana Mordó en Madrid en 1964 y el encuentro con Fernando Zóbel, que inauguraría el Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca en 1966. Y tres lugares, tres atmósferas, fueron decisivos en estos años: Madrid, Nerja –donde adquirió y rehabilitó un modesto cortijo–, y Cuenca –donde se integró en la comunidad de artistas en torno al museo–. Se trata de un periodo breve pero muy fructífero para Guerrero, que alcanzó entonces una madurez determinante para el resto de su obra. Su retorno puso fin a un ciclo y dio paso a una época que le sirvió para ganar confianza antes de volver a Nueva York, donde daría un nuevo giro a su pintura.

Este retorno se produjo en parte por la desorientación provocada por el cambio de paradigma que causó en la escena artística la irrupción del pop art. Guerrero vino en busca de sus raíces; con las ideas cada vez más claras, se aferró firmemente a unos principios que obtuvieron aprobación y reconocimiento en un entorno favorable. Las obras de esta etapa reflejan esta autoafirmación, y a la vez exploran nuevos territorios formales: avanzan hacia la feliz síntesis de la expresión más pulsional con la voluntad de orden que se estaba imponiendo en un ambiente impregnado de la sensibilidad que acompañaba al minimalismo. La segunda mitad de los sesenta había enfriado la gestualidad anterior y detenido el predominio de la acción. Guerrero toma nota y extrae una lección favorable para él.

Además, el reencuentro con los paisajes de la infancia y el enfrentamiento con la memoria de su cultura de origen le permitieron dar fin al ciclo de su inmersión plena en el expresionismo abstracto con la inclusión de nuevas referencias. Abandona la dispersión de sus obras neoyorquinas y la tensión queda contenida dentro de la propia tela. Es el rasgo característico de estos años, como puede verse en la gran obra que abre la exposición, La brecha de Víznar (1966), con la que rindió homenaje a Federico García Lorca. De ella Juan Antonio Ramírez subrayó «su vigor comedido, esa austera valentía que evita sabiamente la sobreactuación retórica», atributos que aplica a otras obras de aquellos años y que pueden observarse en la veintena de lienzos que se distribuyen por las cuatro salas del Centro.

Merece destacarse además la presencia en la muestra del trabajo en papel, que siempre fue importante en Guerrero pero cuya ejecución alcanza ahora unas cotas magistrales, y que refleja perfectamente la tensión entre el gesto y el dibujo, la mancha y la estructura: encauza la energía desbordada en la etapa anterior, la equilibra en un sabio juego de tensiones y distensiones, alrededor de planos y estructuras cada vez más definidas; todo ello en armonía con la estabilidad emocional que alcanzó en esta etapa y la pacificación de sus impulsos.

Una exposición producida con la colaboración del

Duane Michals

Artista en equilibrio entre la fotografía y la poesía, Duane Michals (McKeesport, Pennsylvania, 1932) es uno de los nombres más prestigiosos de la vanguardia norteamericana. En los años sesenta plantea una nueva aproximación a la fotografía que no pretende documentar los hechos o la «verdad,  sino ocuparse de los aspectos metafísicos de la vida. A través de una obra muy personal y de una originalidad extraordinaria, Duane Michals ha desdibujado las fronteras entre la fotografía y otras disciplinas como la poesía o la pintura, convirtiéndose en uno de los artistas que con mayor intensidad ha renovado el lenguaje fotográfico durante los últimos sesenta años.

En una época marcada por el fotoperiodismo, rechazó las limitaciones de esa corriente y se acercó a la narración cinematográfica a través del uso de secuencias fotográficas cuidadosamente construidas. Asimismo, traspasó los límites del medio, incorporando sobre sus copias positivadas textos manuscritos que añaden una dimensión más profunda a sus fotografías. Con una técnica y una iluminación poco complicadas y una escenografía muy cuidada, en su obra se aproxima a las grandes cuestiones del ser humano, en muchas ocasiones a través del juego y la ironía.

Con estos elementos construye también sus retratos, en los que intenta reflejar no tanto el físico de su modelo sino más bien su identidad y los elementos que mejor le caracterizan. Independientemente del medio y del tema que aborde, la personalidad, las preocupaciones y el sentido del humor de Michals desbordan todas sus obras.

 

 

Luis Gordillo. Confesión general

LUIS GORDILLO (Sevilla, 1934) ha mantenido a lo largo de toda su carrera, que sigue activa sesenta años después de sus inicios, una tensión creativa que lo ha convertido en un artista de referencia para la cultura contemporánea y símbolo de la vitalidad de la pintura. Su extensa producción se ha caracterizado desde siempre por hacer más y más complejas las categorías estéticas y los problemas derivados del ejercicio y la reflexión de una disciplina que ha llevado más allá de los marcos preestablecidos, enriquecida con todo tipo de influencias.

La presente muestra propone un recorrido cronológico por las sucesivas etapas del artista sevillano, desde finales de los años cincuenta hasta sus obras más recientes. En ella se ponen de relieve sus metodologías de trabajo: la serialidad, el dibujo como vertebrador de su producción o el uso a la vez experimental y documental de la fotografía. La exposición se articula en dos sedes interdependientes: en el Centro José Guerrero se presentan las etapas iniciales hasta finales de los años setenta, y en el Palacio de Carlos V de la Alhambra, los trabajos de los años ochenta a la actualidad.

Dentro del Centro José Guerrero, la planta baja se organiza alrededor de un nutrido conjunto de cabezas de mediados de los sesenta, emparentadas con el pop británico. En la primera planta prosigue su investigación con los tricuatropatas, los peatones y los automovilistas, series en las que Gordillo asienta un lenguaje personal en el que coexisten elementos figurativos y geométricos. La segunda planta subraya el trabajo con la fotografía, que en los años setenta sería fundamental, con obras como La sirenita y Secuencias edipianas. La sala mirador, por último, funciona como un flash-back, un salto en el eje temporal hacia los inicios de Gordillo, que dialogan por primera vez con el otro pintor reivindicado por la joven generación plástica española de finales de los setenta y los ochenta: José Guerrero. Los dibujos automáticos de finales de los años cincuenta del sevillano, que registran su conexión con el informalismo de sus comienzos en París, comparten el espacio con las bioformas que el granadino alumbró apenas unos años antes en Nueva York, ofreciendo una interesante doble imagen de la evolución del surrealismo a la abstracción en dos de los escenarios principales de la vanguardia de posguerra.

En el Palacio de Carlos V de La Alhambra, la exposición inicia poniendo de relieve la estrecha conexión que se da en su obra entre los setenta y los ochenta entre el uso experimental de la fotografía, el offset y pruebas de imprenta, el collage, y el dibujo que proviene de la caricatura y el cómic, con una pintura en la que se funden lo figurativo de raíces pop, la gestualidad construida y controlada, y un cierto plano de abstracción. Los complejos y variados años ochenta, están representados principalmente por la serie de los meandros, que conecta con el dibujo automático informalista y con una visión científica de lo orgánico y del cuerpo como fragmento; los años noventa se sintetizan en cuadros con un sentido escenográfico y espectacular que el artista fotografía compulsivamente durante su ejecución mostrando las infinitas combinatorias que aparecen en el proceso; los 2000 se caracterizan por la experimentación con soportes y técnicas así como por la incorporación de lo digital en clave pictórica; y el recorrido termina con una nueva serie de cabezas realizadas en el año 2015.

FOTOS: PROCESOS Y TRANSFORMACIONES

 

Los que se hayan interesado por mi obra se habrán percatado de la importancia que tiene en ella procesos de relación radicales y tensos, entre extremos difícilmente conciliables como son la expresión gratificante y la neutralización extrema. Y es en ese extremo neutralizador donde ha intervenido principalmente la foto. Vaya por delante que considero mi obra como esencialmente pictórica y que la foto ha intervenido sólo en ciertos períodos y como instrumento transformador de lo pictórico, revirtiendo los resultados al material de donde habían surgido. Mi apetito devorador es amplio; todo puede ser deglutido y asimilado para una densificación última del cuadro: colección obsesiva de fotos de prensa y de objetos baratos, técnicas de transformación como la foto, la imprenta, la fotocopia, el collage y todas estas fuentes y procesos reciclándose y trabajando en espiral. Debo advertir también que en la fase de trabajo en la que me encuentro he abandonado todo tipo de procesos transformatorios y me atengo a la pura pintura. Voy a exponer algunas de mis experiencias con la foto que han ido creciendo en complejidad a lo largo del tiempo. Me temo que sea árido para el lector.

1.- A principios de los 60 empleo la foto dentro de la ortodoxia Pop, como imagen a cap- tar en el cuadro o como collage directo en él.

2.- A principios de los 70 empiezo a usar la foto como neutralización de pinturas ya rea- lizadas, pinturas obsesivamente problematizadas al nivel del color, lo que yo he llamado “esquizofrenización del color”. Valiéndome de la foto en blanco y negro del cuadro, pintaba un doble monocromo, “relajado”, del primero. Al final la obra quedaba constituida en “dúplex”, es decir, la original pintura tensa más el

Con la neutralización de la imagen pictórica se me abría la posibilidad de su transformación por medios mecánicos; obtención de diferentes monocromos trabajando en el labora- torio con papeles de color, pintando cuadros basados en el negativo de la imagen, usando superposiciones de clisés negativos y positivos ligeramente desplazados que producían una sensación de relieve, etc.

Siguiendo esta línea trabajé también de la siguiente manera: fotografiaba la cabeza de un personaje ya pintado por mí, hacía una ampliación de la foto, la situaba horizontalmente en el suelo, la cubría con un cristal, sobre el que dibujaba o pintaba con unos materiales fácilmente borrables y fotografiaba el resultado; tras cada foto borraba el cristal y volvía a intervenir y a fotografiar. Elegidos los resultados más brillantes, los trasladaba al lienzo pintándolos. Parte del material así obtenido lo empleé en hacer las que llamé series blandas: las fotos iban den- tro de bolsas de plástico que, una vez pegadas, formaban una especie de tapiz; intervenía plásticamente sobre las fotos o sobre las bolsas.

3.- Otra de las direcciones en que he trabajado ha sido tomando como base una postal o una foto de la Así, por ejemplo, en el caso del Niño verdeencantador del 74. Partía de una linda postal en color de un niño americano, hacía versiones dibujísticas de él muy irónicas y componía un conjunto ordenado como celdillas o como un tebeo, en el que se al- ternaban fotocopias, a veces transformadas de la postal, y las versiones mías.

4.- Para no alargarme en esta exposición tan árida y pasando por encima de otras experiencias, me atendré a las últimas, a las que pertenecen las imágenes que acompañan este escrito. Animado por la experiencia del Niño verdeencantador, me propuse llevarla más lejos transformando el color de la imagen En esta ocasión trabajé sobre una foto, que me chocaba especialmente, tomada de un semanario; en ella aparecía Peter Sellers en pantalones cortos, con un maletín en la mano y caminando por un parque muy californiano. Esta vez actué sirviéndome de la imprenta; me hice hacer una separación de colores, los de la cuatricromía, amarillo, magenta, azul, gris, más el negro normal, y encargué gran cantidad de copias de cada color. Mediante cortes y collages alternando los colores de la cuatricromía, fui creando unos espacios en los que poco a poco fue desapareciendo el personaje, quedando tan sólo un aroma del ambiente inicial, su impacto cultural y estilístico. Las transformaciones fueron cada vez más intensas, haciendo aparecer elementos de otras series, interviniendo plásticamente, etc. De un primer estadio de este proceso salieron cuadros, de enorme formato, como los Payseyes, Los Chinos, etc. Los collages me servían de modelo, de maquetas, que trasladaba fielmente a la tela, pintándolos.

Otro paso más lo di empleando la ampliadora de color del laboratorio fotográfico, alteran- do el material existente de una manera arbitraria. Con el material resultante, muy abundante, y mediante collages, inicié de nuevo el camino. Tengo que advertir que el sistema de collage que empleé en este momento no era el ortodoxo, pues no había pegamento. Organizaba una especie de puzle, ponía un cristal encima y fotografiaba, en color, el resultado; los elementos quedaban disueltos y aptos para ser reordenados de otras formas. Se trataba de un collage activo, abierto. El proceso se hacía de una riqueza enorme, pues podían intervenir materiales de todo tipo: papeles dibujados o pintados, fotos de la prensa, fotos hechas por mí, elementos ya muy complejos del proceso en curso, etcétera.

5.- Realicé otro tipo de trabajo basándome en la imprenta, pero sin utilizar la cuatricromía. Compuse tres conjuntos independientes, compuestos por imágenes heterogéneas provenientes de diferentes campos y empleando sólo el blanco y el negro. En la imprenta se realizaron variantes, un centenar por cada conjunto, cambiando el color del papel y el de la tinta, monocroma, con la que se imprimía. El resultado final fue impresionante por la calidad y por la

Yo apuntaría dos razones esenciales por las que he empleado métodos automáticos de reproducción y transformación:

  1. Huida de la esquizofrenización del color, de la pulsionalidad extrema del espacio-color que a niveles subjetivos me eran difícilmente soportables
  2. Deseos de apartarme de las gamas tradicionales de la pintura moderna, que repiten esencialmente los hallazgos obtenidos por los impresionistas: contraposición de tonos calientes y fríos, vibración luminística, etc. El trabajar con medios mecánicos introduce amplia- mente la aparición de la casualidad, el hallazgo de gamas, de acordes de colores más allá de lo lógicamente imaginable. Se trataba de crear una neutralidad colorística, de subvertir la atmósfera-color de la modernidad, de dar la vuelta al calcetín de la profundidad creando un espacio ¿laico?.

Louis Faurer

Fotografía: Sordomudos, New York, 1950 © Louis Faurer Estate

Esta exposición, coproducida con la Fondation Henri Cartier-Bresson de París y comisariada por su directora, Agnès Sire, brinda la oportunidad de contemplar por primera vez en España las fotografías de Louis Faurer. Ofrece una oportunidad única para descubrir a uno de los grandes fotógrafos del siglo XX, cuya visión poética, a la vez documental y vanguardista, es una importante contribución al conocimiento de la vida urbana en la Norteamérica de posguerra y al desarrollo del lenguaje fotográfico.

Surgido en el apogeo de la Generación Beat, Louis Faurer encontró su inspiración en los personajes y los paisajes de la ciudad de Nueva York en los años 40 y 50. Sus imágenes, relacionadas con las del cine negro, hallaron particularmente en Times Square y Union Square un microcosmos ante el que puso su cámara para realizar un examen consciente de la actividad diaria y el comportamiento urbano moderno.

Las fotos de Faurer, como las de su contemporáneo y compañero Robert Frank (con quien compartió estudio), pueden ser vistas como una meditación existencial o como un examen de la psicología americana de posguerra. Revelan la interioridad, el aislamiento del individuo en medio de la multitud, la vulnerabilidad. Pero también la frescura compositiva, las querencias geométricas, el hallazgo de sorprendentes yuxtaposiciones con reflexiones y dobles exposiciones. Trabajando con una cámara de 35 milímetros, Faurer creó deliberadamente imágenes granuladas de bajo contraste, a menudo borrosas, que dotaban a su trabajo con un aura de autenticidad a la que contribuía la intriga de los personajes representados, a menudo marginados socialmente. Fue un gran innovador artístico, un autor experimental de culto, maestro y pionero de la fotografía de calle.

Sergio Larraín. Vagabundeos

La buena fotografía nace de un estado de gracia
SERGIO LARRAIN

La del vagabundeo es quizá la poética con la que el arte entró en la modernidad. Baudelaire y Benjamin valoraron en ella la observación atenta y cabal de la ciudad, la confluencia de los ritmos urbanos y el cuerpo del paseante (la mirada alerta, la escucha). También Sergio Larrain elogió (y eligió) esa actitud. Fue fotógrafo por el placer del vagabundeo, por el deseo profundo de estar en el mundo y por la pureza del gesto. Y sin embargo, pasó gran parte de su vida retirado, practicando yoga y meditación, escribiendo y dibujando. Entre esos dos extremos brilla la estela de su paso por el mundo, intensa como la de una estrella fugaz.

Hijo de una familia de la alta burguesía chilena, Sergio Larrain (1931-2012) se alejó muy pronto del ambiente mundano que se respiraba en casa de su padre, conocido arquitecto y coleccionista de arte. A pesar de las difíciles relaciones que mantuvo con él, llegó a reconocer que gracias a la nutrida biblioteca familiar pudo educar su mirada y acceder a la fotografía.

Tras comenzar los estudios en Estados Unidos, viajó por Europa con su familia. A su regreso a Chile en 1951, se aisló durante una temporada y se inició en la meditación. En Norteamérica había comprado una Leica, y comenzó a hacer fotografías al tiempo que frecuentaba asiduamente el animado ambiente artístico de Santiago. En 1954, deseoso de obtener una opinión sobre su trabajo, envió un portfolio al MoMA de Nueva York y Steichen le compró algunas fotografías, lo que le reafirmó en su deseo de ser fotógrafo.

Trabajó como free-lance para la revista brasileña O Cruzeiro, viajó por América del Sur y más tarde recibió una beca del British Council para hacer fotografías en Londres, donde residió durante el invierno de 1958-1959. Con ocasión de este viaje a Europa se hizo realidad su deseo de entrar en Magnum: mostró a Henri Cartier-Bresson su trabajo sobre los niños abandonados de Santiago y fue aceptado en la prestigiosa agencia. Se instaló, pues, en París durante una temporada, lugar desde donde partiría para realizar numerosos reportajes de prensa. Muy pronto comprendió que ese mundo apresurado no era para él y volvió a Chile. Allí culminó su principal trabajo, sobre Valparaíso, junto a Pablo Neruda, antes de volver a la meditación, al yoga y al dibujo. A partir de entonces vivió en un aislamiento voluntario, durante el que mantuvo correspondencia con numerosos amigos, obsesionado con la idea de salvar al planeta de los estragos causados por el hombre. Pasó los últimos treinta años de su vida en Tulahuén, en el norte de Chile.

Esta exposición, comisariada por Agnès Sire, abarca toda la trayectoria de Sergio Larrain, fotógrafo cuya mirada despierta, desligada de toda convención, y cuyo enfoque a la vez social y poético hicieron de él un brillante referente para generaciones posteriores. En las salas del Centro José Guerrero se distribuye su obra en distintas secciones, con un arco cronológico que va de 1954 a 1977, desde los primeros años de aprendizaje hasta su período Magnum, de las imágenes documentales a aquellas más libres de sus dibujos y los satori. En la planta baja se muestran las series Isla de Chiloé (1954-1963) y Niños abandonados (1955-1963), a la que acompaña el corto Niños del río Mapocho. La primera planta acoge las series tituladas Bolivia, Perú, Buenos Aires, París y Londres (1958-1975). En la segunda planta se exhiben las obras de las series Italia, Valparaíso y Santiago (1959-1977), además de una muestra de los satori y dibujos de su última época y libros, catálogos y revistas que recogen su obra, así como algunos tirajes originales.

Bar Los Siete Espejos, Valparaíso, Chile, 1963 © Sergio Larrain / Magnum Photos

Soledad Sevilla. Variaciones de una línea, 1966-1986

José Guerrero siempre estuvo muy atento a la evolución de la joven pintura española. Seguía con interés las trayectorias de los artistas con quienes compartía más afinidades, y mantenía la curiosidad por las de otros acaso más alejados, pero interesantes. Entre los nombres que pronto llamaron su atención está el de Soledad Sevilla, por la que siempre manifestó entusiasmo, y cuyas exploraciones a partir de la abstracción geométrica entendía como un ejemplo de rigor no reñido con la más acusada sensibilidad plástica.

Esta exposición revisa monográficamente la primera obra de Soledad Sevilla, de finales de los sesenta a principios de los ochenta: desde sus inicios hasta el cruce de polaridades que progresivamente irían ganando terreno en su trabajo, del rigor del método a la improvisación, las luces y las sombras, el día y la noche, etc. El recorrido incluye obras nunca vistas, pertenecientes a la colección de la artista, junto con obras procedentes de colecciones privadas y de museos nacionales, y se ha planificado en dos espacios complementarios: la Casa Horno de Oro y las salas del Centro José Guerrero.

Componen la muestra más de cien obras, entre dibujos, pinturas y una instalación. En la planta baja del Centro José Guerrero se muestran ochenta y un dibujos pertenecientes a la primera etapa, más geométrica, comprendida entre los años 1966 a 1982. La primera planta acoge ocho pinturas correspondientes a la serie Las meninas, junto con tres pinturas previas a la serie, realizadas entre los años 1981 a 1983. La segunda planta del Centro muestra diez obras de la serie La Alhambra, pintadas entre 1984 y 1986. La muestra se completa con una instalación compuesta por acero, madera e hilos de cobre, montada en el patio de la Casa Morisca Horno de Oro. Constituye una versión del ciclo La que recita la poesía es ella, que se va adaptando a cada espacio en el que se desarrolla y del que toma su nombre; en esta ocasión se titula Casa de oro.

Una exposición producida con la colaboración del    logo-ministerio_red

Manuel Martín Cuenca. La cara B

El Centro José Guerrero acoge el estreno de La cara B, película documental que Manuel Martín Cuenca rodó en paralelo a Caníbal, y para cuya proyección el autor ideó un dispositivo que requiere una sala de exposiciones, pues no puede montarse en los cines al uso. Es un experimento inédito.

Se trata de una pieza de largometraje documental que, al igual que la instalación, reflexiona sobre lo que normalmente no podemos observar en la producción de una obra artística. En una obra, al igual que en la conciencia humana, existe un marco (un formato) que encuadra, tanto a nivel espacial como temporal. Usualmente, al producir un discurso se trata de que el espectador o el observador se olviden de todo lo que está fuera de ese marco y sean absorbidos enteramente por lo que hay en su interior. Sin embargo, si pudiéramos observar el universo paralelo de ese discurso, nos daríamos cuenta de que todo es capaz de adquirir otro sentido. Los relatos pretenden ser autoconcluyentes, pero en realidad son solo una representación.

Jorge Ribalta. Monumento máquina

Convencido de que la fotografía mantiene su capacidad de traducir las ideologías abstractas en sensaciones concretas y conserva intacta su capacidad para la observación y análisis, Jorge Ribalta (Barcelona, 1963) se propone explorar en esta exposición los mecanismos a través de los cuales se construye y perpetúa el mito del monumento. Se sirve para ello de tres series fotográficas, que muestran su actividad a lo largo de los últimos años, caracterizada por un doble compromiso crítico: por un lado, con la idea documental, su historia y su actualidad; por otro lado, con la idea de monumento, en particular con la producción histórica de un discurso sobre la identidad nacional en España a través del patrimonio cultural y los monumentos históricos.

Se trata de la primera muestra individual de este fotógrafo en un museo en nuestro país, y aborda en ella una importante selección del trabajo de sus últimos cinco años. Una de las series presentadas, Imperio (o K.D.), 2013-2014, ha sido producida expresamente para la exposición por las instituciones organizadoras.